Lo más habitual a la hora de pensar en virus, bacterias y demás microorganismos es trasladarnos a su papel como agentes infecciosos, como causantes de algunas de las enfermedades más insidiosas, peligrosas o, por lo menos, molestas que sufrimos los seres humanos. Sin embargo, de las más de 45.000 especies conocidas de bacterias, apenas el 1% de éstas son patógenas – si bien las que nos enferman pueden causar problemas muy graves y costarnos la vida. Además, es importante señalar que somos desconocedores de la mayoría de especies o linajes bacterianos que realmente habitan en la Tierra. La comunidad científica estima que puede haber más de dos millones de especies bacterianas distintas, pero no las conocemos porque no interactúan con el ser humano de ninguna manera directa, o no sabemos cómo cultivarlas en los laboratorios para su estudio. Es decir, que la mayoría de bacterias que existen no solo son beneficiosas o inocuas para el ser humano, sino que además apenas las conocemos. Un sólo gramo de tierra puede contener unos 40 millones de bacterias, y en nuestros intestinos la cifra sube hasta 1.100 millones por gramo. Eso quiere decir que en nuestros cuerpos tenemos más bacterias que estrellas en la Vía Láctea, formando diferentes ecosistemas con su propia microbiota, sus propias dinámicas y sus propias dolencias derivadas de los desajustes (o también conocido como disbiosis) entre estas comunidades bacterianas. Este es el caso de la caries por sobrecrecimiento de las biopelículas dentales o de la pérdida de la estructura de las microvellosidades intestinales por pérdida de la microbiota intestinal debido al abuso de antibióticos o por la quimioterapia.
Ciclo del C en ecosistemas de agua dulce como una ciénaga. Destaca la formación y emisión de metano. Los procesos de metanogénesis y descomposición de materia orgánica, así como la respiración y oxidación del metano en el seno del cuerpo de agua, corre a cargo de las bacterias y arqueas que habitan en ella. CCA-SA 4.0. Autores: Katy E. Limpert, Paul E. Carnell, Stacey M. Trevathan-Tackett and Peter I. Macreadie
Actualmente hay unas 30.000 especies de virus descritas, de las cuales unas 219 son capaces de infectar al ser humano. Igual que sucede con las bacterias, se sospecha que no conocemos ni la décima parte de virus que hay (de hecho, se considera que nuestro conocimiento no abarca ni el 0,1% del total de virus que debe existir). En cuanto a cantidades, se estima que hay un quintillón (un uno seguido de treinta ceros) de partículas víricas en nuestro planeta, del mismo orden en que se estima la cantidad de estrellas en el universo. Solo un litro de agua de mar alberga hasta un millón de partículas víricas.
En definitiva, el mundo, nuestros cuerpos y nuestra vida diaria están cuajados de virus y bacterias (entre otras muchas formas de vida), pero apenas nos apercibimos de ello. Los números en los que nos movemos son muy superiores a los que nuestro cerebro es capaz de manejar, pero sí podemos deducir que es, cuando menos, ingenuo considerar que el efecto de estos microorganismos sobre los ecosistemas y los ciclos globales es insignificante. A pesar de su pequeño tamaño, las enormes cantidades en que se encuentran, y la exasperante diversidad que exhiben, dan pie a fenómenos globales que condicionan aspectos tan dramáticamente importantes como la circulación de los nutrientes entre las masas de agua, el suelo y la atmósfera, lo que se conoce como ciclos biogeoquímicos.
Cada elemento químico que constituye parte de los organismos vivos sigue unos ciertos recorridos entre sus reservorios orgánicos (la biomasa) y sus reservorios inorgánicos (formas minerales, gases, etc.). Los más comunes de abordar son el C (C) y el nitrógeno (N), pero también el azufre, el fósforo, el hierro y hasta el mercurio presentan ciclos biogeoquímicos dignos de estudio. Y aunque en el ciclo del C y el N (los constituyentes más básicos de las biomoléculas orgánicas como los carbohidratos o las proteínas) se tiende a poner el foco en el papel de las plantas, los hongos y los animales. Lo cierto es que hay tramos de estos ciclos, como la fijación del N atmosférico a formas orgánicas o la desnitrificación de los suelos, que sólo pueden ser movilizados por la actividad bacteriana y que conviene conocer. No en vano, es un gasto inútil el uso de abonos en un suelo de cultivo donde hay actividad de bacterias desnitrificantes, de manera que ignorar el papel de la microbiota de los suelos escogidos para el cultivo puede incluso tener impactos económicos negativos en nuestros bolsillos. Por otro lado, hay ciclos, como el del azufre, cuyos pasos clave solamente pueden ser eficientemente promovidos por la actividad bacteriana.
Fases del ciclo del N. Se indican algunos de los principales géneros que realizan cada función. Las bacterias del género Azotobacter o Rhizobium son comunes fijadoras de N del aire, convirtiéndolo en N orgánico asimilable por las plantas y los animales. La descomposición de este N y del amonio derivado de los desechos orgánicos puede rendir nitritos (por bacterias como Nitrosocococcus) y, posteriormente, nitratos por la acción de Nitrobacter. Estos iones son usados comúnmente como fertilizantes de las plantas debido a que son fácilmente asimilables por su reconversión a amonio, pero pueden ser retirados del suelo por acción de bacterias desnitrificantes (Thiobacillus, Alcaligenes, Pseudomonas) y anammox (Brocardia, Scalindua), devolviéndolo a su forma gaseosa no asimilable por los vegetales
Si consideramos el ciclo del C, la idea básica es que este elemento pasa de su forma gaseosa (el CO2) a su forma orgánica a través de la fotosíntesis de las plantas y las algas, momento a partir del cual se usa para constituir el esqueleto de todas las moléculas biológicas (proteínas, azúcares, ADN, etc.). Asimismo, este C se transforma de nuevo en CO2 por el metabolismo celular y la quema de restos orgánicos (como combustibles fósiles). Este gas se puede disolver en el agua y convertirse en ácido carbónico y carbonatos, capaces de cristalizar y formar minerales como los que conforman las rocas calizas (quedando el C secuestrado en una forma geológica hasta la disolución de la roca). Sin embargo, el C tiene un ciclo mucho más rico que esto. Sin ir más lejos, en los ecosistemas donde no llega la luz para que la fotosíntesis suceda, como las cuevas o el fondo abisal, son las bacterias quimiosintéticas las que cumplen el papel de productoras, y sustentan las comunidades de animales que se instalan en estos lugares. También hay un ciclo alternativo que sólo pertenece a los microorganismos: el metano (CH4), otra forma gaseosa del C, que se forma biológicamente por la acción de arqueas metanógenas, algunas de las cuales viven de forma simbionte en los estómagos de los rumiantes, en el interior de amebas o en las aguas encharcadas de los arrozales. Dichas bacterias se plantean como alternativa para la producción de combustibles. En el suelo, el CH4 puede ser fuente de alimento para bacterias metilotrofas, como Methylococcus capsulatus o las arqueas del género Methanosarcina. Actualmente, se exploran estos microorganismos para la eliminación de CH4 de la atmósfera (también procedente en cantidades masivas por la quema de combustibles fósiles).
Los virus también juegan un papel muy importante en el ciclo del C, aunque rara vez se consideren. A partir de los estudios realizados tras la expedición Malaspina, sabemos hoy que en los ecosistemas marinos, muchos virus atacan bacterias y arqueas, destruyéndolas y liberando sus compuestos de C al agua. Estas formas de C orgánico quedan diluidas en el océano, alcanzando unas concentraciones tan pequeñas (de apenas unas pocas moléculas por litro) que ningún microorganismo se molesta en absorberlas y utilizarlas. Así, los virus marinos bombean grandes cantidades de C al agua en formas inocuas que pueden pasar millones de años sin participar en el ciclo, algo que tiene un impacto directo en la temperatura global de la Tierra y el cambio climático. Es interesante plantear que esta voracidad de los virus por las bacterias también juega un rol importante en nuestra microbiota, y muy recientemente se ha comenzado a estudiar su impacto para nuestra salud, ya sea por su efecto destructor en las bacterias de nuestro intestino como en su papel como vectores de genes entre bacterias o su potencial para luchar contra bacterias infecciosas resistentes a antibióticos.
Hemos empezado a dilucidar tímidamente el papel de los microorganismos y a dejar poco a poco de verlos como criaturas molestas acorraladas en los márgenes de la existencia por nuestra disposición de antibióticos – los cuales, de hecho, les debemos también. La enorme diversidad tanto en formas como en capacidades que presentan y la compleja red de interacciones que establecen son las que en último término sostienen los ecosistemas que tanto creemos conocer. Y sólo aproximándonos a ellos con humildad, respeto y curiosidad científica podremos llegar a plantear mejores soluciones a problemas globales tan actuales como el cambio climático o la aparición de patógenos resistentes a nuestros fármacos.