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Por qué el problema de los transgénicos es nuestro, y no de los transgénicos

Por qué el problema de los transgénicos es nuestro, y no de los transgénicos

A día de hoy, el debate en primera línea sobre si “está bien” o “está mal” generar organismos modificados genéticamente se ha enfriado un poco respecto a hace unos años, pero todavía sigue despertando muchas tensiones. Es, de hecho, una responsabilidad bastante grande la que tenemos como científicos, investigadores, divulgadores científicos, docentes… cuando nos ponemos a debatir, que no a discutir, sobre ellos, porque no es tan fácil como situarse a favor o en contra.

Para hacer una exposición lo más somera posible al respecto, vamos a partir de las definiciones y sus detalles, que es donde se esconde lo realmente interesante del tema. La Organización No Gubernamental Greenpeace, máximo exponente reconocido en su oposición a los transgénicos u organismos modificados genéticamente, los define como seres vivos creados artificialmente, por manipulación de sus genes. Además, añade que esta rama de la biotecnología permite franquear barreras interespecíficas para construir organismos que no podrían ocurrir en la naturaleza. Y la primera objeción que se le puede hacer a esta definición es que transgénico y organismo modificado genéticamente (OMG) no son realmente lo mismo. La connotación perniciosa que esta definición de “artificial”, “antinatural” incluso, nace de la idea de que el ser humano post-industrial está separándose cada vez más de lo que llamamos “Naturaleza” y que desde el descubrimiento de las herramientas de edición genética estamos construyendo especies completamente distintas a las que se formaron en el medio silvestre. Sin embargo, esto es un error de base: desde el Neolítico, nada de lo que rodea a los seres humanos, ninguna especie domesticada, es su versión silvestre. Ningún cereal, ninguna fruta u hortaliza ni ningún animal sobre el que realizamos ganadería o tenemos como mascota es “prístino”. Absolutamente todos han sufrido enormes presiones selectivas que han cambiado su genética de una forma abrumadora hasta convertirlos en, efectivamente, organismos modificados genéticamente. Ojo: no transgénicos. Y aquí está quizás la primera dicotomía importante: la modificación genética de las especies que conviven con nosotros se ha realizado desde que los humanos seleccionamos las especies con las que convivimos y malamente explotamos, La diferencia reside en que el método antiguo es elegir individuos basándonos en su aspecto externo para cruzarlos e intervenir indirectamente en sus genes (que no conocemos) y en la actualidad ha aparecido la técnica inversa, tocar sus genes para conseguir un efecto en el aspecto externo. Antes nos fijábamos en el fenotipo para cambiar el genotipo y ahora, además, se puede conocer el genotipo y probar a cambiarlo para alterar el fenotipo.

Prueba del cambalache genético que hemos armado estos últimos 19.000 años es el desastre que hemos armado con los perros. Tenemos una cantidad de razas inmensa, desde carlinos hasta dobermans, pasando por pastores belgas y grandes daneses hasta chou-chous, dálmatas, huskies y podencos. Lo más sorprendente es que todos son la misma especie. Tenemos miles de especies de mariposas, muchas de ellas prácticamente iguales y que responden a los mismos patrones corporales, pero son todas especies distintas, mientras que toda la ingente diversidad de perros, algunos de los cuales cuesta francamente imaginar cómo podrían reproducirse por su diferencia de tamaños y complexiones, son la misma especie: Canis lupus subsp. familiaris. Esta plasticidad solamente es testigo y consecuencia de la mano del ser humano, especialmente desde la gran ola de cruzamientos de los siglos XVIII y XIX, de la que salieron los bóxers, los pastores alemanes, los pugs y otros muchos. Ninguno de estos ha salido espontáneamente por cruces naturales, lo cual no quiere decir necesariamente que no “pudieran” haber ocurrido en la naturaleza, ya que se han constituido a partir de genes ya existentes. No se ha generado un organismo artificial desde cero, sino desde material preexistente, como ha actuado la evolución biológica a lo largo del tiempo. Entonces, lo que es objeto de debate aquí es la moralidad detrás de la generación de todas estas razas, no su naturaleza, salubridad o riesgo para el medioambiente. Muchas otras veces, ahora que tenemos a mano las herramientas de “edición génica” simplemente podemos corregir genes estropeados (como los relacionados con enfermedades genéticas), sin introducir ni apagar ni encender nada, lo cual es un avance médico y veterinario evidente.

Dicho esto, pretendiendo que sirva de base para contra-argumentar que la maldad de los organismos modificados genéticamente reside en su carácter antinatural, es cierto que los detractores hacen más bien referencia a los transgénicos, es decir, aquellos seres cuyo genoma se ha tocado en el laboratorio bien para modificar la expresión de un gen que ya tenían o para añadir un gen de otra especie (gen extranjero o foráneo). Un ejemplo de transgénico son las bacterias E. coli que pueden sintetizar insulina humana: se trata de bacterias cultivadas en laboratorio que expulsan a su medio de cultivo esta proteína, a partir del gen procesado de la insulina. Su razón de ser es obtener grandes cantidades de insulina para proveer a los diabéticos, ya que antes, obtener insulina implicaba recuperarla en pequeñas cantidades directamente del páncreas de los cerdos (debiendo conformarnos con ella a pesar de que no es exactamente igual que la humana). Y por si hubiera algún peligro de fuga, normalmente a las bacterias transgénicas se las transforma también con un gen que las mata si se salen del cultivo, donde se incorpora algún tipo de “antídoto” que las mantiene vivas. En este sentido, no hay motivos, a priori, para pensar mal de este transgénico en concreto.

Las principales críticas a los transgénicos nacen desde la perspectiva agropecuaria, no microbiológica, lo cual tampoco tendría especial sentido porque muchas bacterias en sí son bastante dadas a coger cachos de ADN foráneo que se encuentran por ahí; es decir, que son naturalmente dadas a “transgenificarse”. La razón de que estas críticas vayan hacia las prácticas agrícolas es, en parte, por el hecho de que se tratan de alimentos y, por tanto, podría haber algún tipo de riesgo para la salud. No obstante, no hay a día de hoy ningún estudio de los muchos realizados que haya concluido que los transgénicos suponen un problema para la salud. Al menos, los que se han investigado. Y he aquí quizás otro matiz importante: no es posible valorar a “los transgénicos” como un grupo cerrado y homogéneo de cosas, porque cada transgénico es distinto.

Los primeros vegetales OMG formados fueron los tomates Flavr Savr, que tenían inactivado un gen propio para una enzima que degradaba parte de la pared celular de sus tejidos durante la maduración, lo cual le proporcionaba más turgencia y mejoraba su conservación bajo el aspecto de “mantenerse eternamente fresco”. Obviamente, esto no entraña el menor riesgo para la salud; es una cualidad organoléptica y tecnológica, no sanitaria. Así, la preocupación que este tomate y otras especies similares pueden producirnos, es ética y medioambiental, no sanitaria y ni siquiera científica como tal.

El otro palo que acompaña a la preocupación sanitaria es el riesgo medioambiental. Y las plataformas anti-transgénicos afirman: “Los riesgos ambientales de los transgénicos están ampliamente demostrados”, pero esto no es cierto. Como mucho, podemos afirmar que los riesgos ambientales son “impredecibles”. No tenemos la menor idea de qué podría pasar si un organismo transgénico se mezclara con una variante no transgénica. Y escojo este calificativo a propósito en lugar de “silvestre” o “natural” porque una lechuga transgénica no se va a cruzar con un roble albar, sino con otras lechugas, que ya están modificadas genéticamente de antes por métodos de selección. En este sentido, ¿por qué se habla de riesgo de fuga de variedades transgénicas pero no parece preocupar a nadie la fuga de lechugas o trigo fuera de los campos de cultivo?

Greenpeace añade: “No es cierto que sean la solución al hambre, puesto que la inmensa mayoría de los cultivos transgénicos alimentarios se destina a piensos animales que engordan a animales para que en los países enriquecidos podamos disponer de carne barata”. Y esto puede ser muy cierto. En tal caso, no obstante, el problema no residiría en los transgénicos como tal, sino en la industria productora de carne (la cual, efectivamente, tiene prácticas terribles y hay muchas buenas razones para abandonarlas y reducir nuestro consumo de carne) y en la gestión que se hace de los propios transgénicos. El hecho de que “los transgénicos” no se estén destinando para acabar con el hambre en el mundo no es una cuestión inherente a ellos, sino a las prácticas humanas en las que están involucrados.

Y aquí llegamos a la conclusión más grotesca de todas: el problema de los transgénicos no es de los transgénicos en sí, sino nuestro. Hay, efectivamente, problemas derivados de usar cepas vegetales transgénicas. Por ejemplo: utilizar una única variedad, sin riqueza genética, sin variaciones, con todos los individuos iguales genéticamente hablando, hace que un cultivar sea mucho más proclive a morir entero por una plaga o una enfermedad, pues no habrá individuos cuya genética particular los haga más resistentes. También existe el riesgo de que las empresas productoras cobren su patente a precios abusivos que subyuguen al agricultor y a los consumidores a su monopolio. Pero no se trata del transgénico en sí.

Estructura química del glifosato, un herbicida de amplio espectro.

Estructura química del glifosato, un herbicida de amplio espectro.

También se esgrime la cuestión de que los transgénicos han agravado el problema con los herbicidas, particularmente con el controvertido glifosato, que actúa sobre las malas hierbas inhibiendo una enzima vegetal. Muchas variedades de soja, algodón o maíz transgénicos se han producido para resistir a este herbicida, en aras de poder aplicarlo bien sin afectar a la cosecha y mantener los cultivos libres de “malas hierbas” (término, por supuesto, subjetivo y mal entendido, puesto que son plantas silvestres normales y corrientes que se han especializado evolutivamente en competir con las plantas que cultivamos). Otras variedades han integrado un gen bacteriano que produce un insecticida que se pretendía que ayudase al control de plagas. En este caso, sí hay demostración experimental de que este insecticida no solamente daña a las especies plaga, sino que también puede afectar a aquellos insectos que, de hecho, son beneficiosos y ayudan en el control de plagas. No deberíamos rechazar, entonces, la idea de que este tipo de transgénicos no deberían producirse. Al menos, no así.

En definitiva, es bastante difícil posicionarse “a favor” de todos los transgénicos habidos y por haber, pero las posiciones ecologistas, que no ecológicas, no actúan tanto desde la evidencia científica como desde el punto de vista ético y, sobre todo, económico y político. Es decir: si hemos de tener un debate eficaz, los hechos nos están diciendo que los transgénicos son herramientas, como un martillo. No son buenos ni malos como tal, al menos no en esencia, no todos por defecto. La verdadera cuestión del debate es el modelo productivo que tenemos, cómo gestionamos el mercado, la distribución de los alimentos y el uso de la tierra, qué productos podemos usar y en qué cantidad y qué alternativas podemos tener frente a los transgénicos sin necesidad de rechazarlos de pleno por el mero hecho de ser transgénicos. Hace mucho tiempo que el ser humano ha tocado la biología más íntima de las especies que le rodean y ese no es el punto del debate. La cuestión radica, más bien, en qué modelo de agricultura y, por extensión, qué modelo de desarrollo económico debemos seguir: el capitalista, basado en la producción masiva e incontrolada, o el sostenible/conservador, demandante de un estudio más exhaustivo del medio ambiente para actuar respetuosamente con él y desde él. Al modelo capitalista, los transgénicos le sirven por la inmediatez a la hora de cumplir su objetivo, pero ni los transgénicos están circunscritos a la agricultura ni al capitalismo, ni son todos iguales, ni son realmente diferentes a todo lo que hemos hecho hasta ahora; se encuentran en nuestra bolsa de la compra, nuestro botiquín y nuestra ropa desde hace muchos años ya. Si queremos tomarnos el debate en serio, debemos hacernos las preguntas adecuadas y partir de las respuestas precisas, no de la idealización falaz de un mundo natural equilibrado y armónico que no existe, que no ha existido y que no existirá mientras estemos aquí. Y si es más fácil imaginarnos el fin del mundo que el fin del capitalismo, es que algo estamos haciendo mal.


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Autor Juan Encina Santiso

Profesor de ciencias, graduado en Biología por la Universidad de Coruña y Máster en Profesorado de Educación Secundaria por la Universidad Pablo de Olavide. Colabora en proyectos de divulgación científica desde 2013 como redactor, editor, animador de talleres para estudiantes y ponente. Actualmente, estudia Psicología por la UNED.


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