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Evolución biológica y enfermedades: una perspectiva en tiempos de pandemia

Evolución biológica y enfermedades: una perspectiva en tiempos de pandemia

En un esfuerzo de resumir la evolución biológica en pocas palabras de la forma más precisa posible, podríamos decir que se basa en la transformación de los individuos de las diferentes poblaciones de las distintas especies que constituyen una comunidad con el paso del tiempo, generación tras generación. Esto implica que para que los individuos cambien sus características biológicas, debe cambiar el mensaje genético que marca sus instrucciones de funcionamiento y construcción, por así decirlo. Pero eso no basta: tal cambio en el mensaje debe ser heredable de padres a hijos, en tanto que son los genes los que guardan la información para generar las proteínas (entre otras cosas) que conforman y mantienen a los seres vivos y hacen todos los trabajos de las células. Es por eso que los genes son, en realidad, la unidad mínima de evolución, pues son la porción más pequeña de un ser vivo que, en base a los efectos que supone un cambio en su composición, condiciona una transformación que puede alterar no solamente al individuo inicial donde aparece, sino a toda su descendencia y, con el paso del tiempo, a toda una población. Al menos, siempre y cuando el cambio que manifiesten permita que el individuo siga vivo e, incluso, presente alguna sutil ventaja que le ayude a reproducirse en algunas circunstancias. Ello tiene una consecuencia ecológica evidente, y es que si una población se transforma en cuanto a capacidades, aptitudes o características, las demás especies que cohabitan con ella también se ven afectadas.

Mapa donde se muestran, de forma orientativa, las regiones donde hay mayor predominio de la intolerancia a la lactosa. Leído en negativo, podemos deducir también las regiones donde se ha extendido la mutación que permite a sus portadores digerir la leche de adultos.

Mapa donde se muestran, de forma orientativa, las regiones donde hay mayor predominio de la intolerancia a la lactosa. Leído en negativo, podemos deducir también las regiones donde se ha extendido la mutación que permite a sus portadores digerir la leche de adultos.

No hace falta irse demasiado lejos para encontrar ejemplos obvios de esto. La propia pandemia por COVID-19 nos lo ha mostrado: las mutaciones en el material genético de coronavirus silvestres ha dado lugar a una combinación que ha resultado tener un gran potencial infeccioso y con multitud de efectos sobre el organismo humano, apareciendo más y más variedades nuevas conforme las partículas víricas se multiplican y esparcen por todo el planeta. A este efecto, la propia evolución del virus del SARS-COVID está cincelando la evolución de nuestras poblaciones, como la nuestra también afecta al resto de especies. Todas las enfermedades lo hacen, como ilustra el clásico caso de la malaria y las poblaciones del sureste asiático, donde esta enfermedad es endémica. Bajo la presión del parásito de la malaria, en estas poblaciones está extendido entre sus miembros un gen mutado, estropeado, que priva de una importante enzima a los glóbulos rojos. Este gen mutante, por tanto, origina una enfermedad conocida como anemia falciforme, que causa debilidad en las extremidades y bastantes problemas circulatorios. Sin embargo, el parásito de la malaria muere en ausencia de la enzima codificada por el gen sano, de manera que quienes portan este gen estropeado tienen muchas más probabilidades de sobrevivir a la malaria que los que tienen el gen sano. Ello ha hecho que estas poblaciones evolucionen a una composición genética particular donde la anemia falciforme es especialmente común porque supone una ventaja frente a la malaria.

A menudo, cuando hablamos de evolución biológica, tendemos a pensar en ella como algo que le ocurre a una especie por un cambio de un gen concreto y que implica un cierto progreso. Sin embargo, la cruda y abrumadora realidad es que en cada individuo de cada especie están ocurriendo miles de mutaciones a diario y la mayor parte ni siquiera se manifiestan nunca, como asimismo su efecto depende de los demás genes y el resto de mutaciones que hayan ocurrido. A ello hay que sumarle la idea de que el que una mutación se instaure o no en el acervo genético de una población y llegue a cambiarla lo suficiente como para, incluso, hablar de especies distintas a la original, no implica que este cambio sea un progreso. A veces, adaptarse al medio implica perder algo que ya se tenía, como los animales que viven bajo tierra o en las cuevas han perdido por completo la visión; o los cetáceos han perdido las patas que se han convertido en aletas análogas a las de los peces, algo para lo que hacen falta muchas mutaciones a lo largo de mucho tiempo.

Y es que el seguir pensando de forma general en la evolución biológica en términos de cambios en genes concretos se debe, en parte, a que todavía no hemos abandonado (al menos, a nivel educativo) la hipótesis un gen-una proteína. En realidad, una nada despreciable cantidad de genes no guarda información para hacer proteínas, sino otras moléculas que modulan la expresión de los mensajes genéticos. Asimismo, los genes que codifican proteínas no necesariamente codifican solo para una, sino que pueden generar varios productos proteicos según cómo se lean y procesen, y los efectos de estos productos pueden ser distintos en función de qué otras proteínas se estén expresando. Esto significa que a la red de interacciones entre individuos y especies dentro de un solo ecosistema hay que sumar la red de interacciones entre genes que ocurren dentro de todas sus millones de células. Y sólo en la última década hemos empezado a intuir la complejidad de esta enmarañada red, mientras cada segundo, en cada uno de nosotros, ocurren cambios azarosos en el ADN. Solo es cuestión de tiempo que aparezca una pequeña modificación heredable, que ni siquiera tiene por qué suponer una ventaja en el momento en el que aparece, que tal vez ni siquiera tenga un efecto perceptible hasta que cambien las condiciones ambientales en las que el organismo que la porta se desarrolla.

Un ejemplo arquetípico de esto reside en el gen estropeado que los humanos que toleramos la lactosa portamos en nuestro genoma. En resumidas cuentas, lo normal entre los mamíferos es que el gen que digiere la lactosa se apague cuando superamos la etapa de lactancia, ya que la leche debe ser un alimento propio de las crías y es contraproducente que los adultos y las crías compitan por una misma fuente de nutrientes. Sin embargo, se sabe que hace 7.500 años, poco tiempo después de que el ser humano comenzara a domesticar el ganado, ocurrió dentro de algún individuo de una población europea una mutación en la regulación de este gen que lo mantuvo encendido durante toda la vida de quien lo portase. Tal mutación comenzó a extenderse por la descendencia y quienes portaban en su constitución cromosómica este gen perpetuamente encendido pudieron aprovecharse de los alimentos lácteos que extraían de los animales, sacando todavía más partido de ellos: ahora una cabra podía ser fuente de alimento mucho más tiempo que a través de su carne. Fue entonces cuando este gen estropeado, esta bella durmiente escondida en algunos genomas, se convirtió en protagonista, y quienes la poseían se alimentaban mejor, estaban más fuertes, vivían más tiempo y se reproducían más. Es por eso que las poblaciones europeas tienen hoy en día multitud de quesos y yogures mientras que en las poblaciones asiáticas o sudamericanas no pueden beber leche, al no poseer esta mutación ni, por tanto, incorporar los lácteos en su gastronomía. Asimismo, se sabe que mutaciones parecidas han ocurrido con el mismo efecto independientemente en otros sitios, como algunas poblaciones africanas de masáis, beduinos y zulús. Y es que cada población es un pequeño laboratorio donde la naturaleza crea y selecciona combinaciones nuevas constantemente, sin pausa, desde que aparecieron los primeros genes. ¿Cuántas mutaciones habrán surgido a lo largo de nuestra historia que han desaparecido por no darse en las células correctas, en los ambientes correctos, en el momento correcto como para que pueda transmitirse a la descendencia? ¿De cuántas mutaciones como la que ha hecho aparecer al COVID-19 nos hemos librado hasta ahora?

El mosquito Aedes aegyti es el principal vector del parásito de la malaria (Plasmodium falciparum). Este se desarrolla en el hígado y en los glóbulos rojos de la sangre, causando grandes daños al hospedador. Sin embargo, la mutación que conduce a la anemia falciforme impide que este parásito pueda desarrollarse bien dentro del cuerpo. Con todo, el aumento de la temperatura global y la aparición de nuevas zonas de aguas estancadas por los deshielos favorecen la proliferación masiva de vectores como el mosquito Aedes, incrementando la probabilidad de que se puedan transmitir patógenos (incluso algunos nuevos que están por aparecer). Por eso, entre otras razones, preservar el medioambiente es un seguro de vida contra potenciales nuevas enfermedades.

El mosquito Aedes aegyti es el principal vector del parásito de la malaria (Plasmodium falciparum). Este se desarrolla en el hígado y en los glóbulos rojos de la sangre, causando grandes daños al hospedador. Sin embargo, la mutación que conduce a la anemia falciforme impide que este parásito pueda desarrollarse bien dentro del cuerpo. Con todo, el aumento de la temperatura global y la aparición de nuevas zonas de aguas estancadas por los deshielos favorecen la proliferación masiva de vectores como el mosquito Aedes, incrementando la probabilidad de que se puedan transmitir patógenos (incluso algunos nuevos que están por aparecer). Por eso, entre otras razones, preservar el medioambiente es un seguro de vida contra potenciales nuevas enfermedades.

Y la historia no se para aquí: nuestra propia evolución, las decisiones que tomamos y los avances y la destrucción que traemos condicionan cómo van a evolucionar las especies que nos rodean y las enfermedades infecciosas que nos afectan hoy. Ahora, con la aparición de tantas vacunas para el COVID-19, se ha temido que las nuevas presiones que ejerceremos sobre el virus favorezcan la proliferación de las variantes que puedan escaparse del efecto de las mismas, si bien tales vacunas pueden adaptarse ahora con relativa facilidad a los cambios que hacen de este patógeno un agente más infeccioso y esquivo. Es el mismo miedo que hemos tenido todos estos años con el mal uso de los antibióticos, que ya ha dado lugar a la aparición de bacterias super-resistentes. Sin duda, darán mucho de qué hablar en las próximas décadas, cuando comencemos a recolectar las consecuencias de nuestros errores y muchos medicamentos que han salvado la vida a miles de personas hayan perdido todo efecto como arma.

No todos los genes codifican para formar proteínas, sino que un número nada despreciable de ellos sirve para generar productos no proteicos (multitud de ARNs distintos) con funciones reguladoras, algunas de ellas todavía desconocidas.

No todos los genes codifican para formar proteínas, sino que un número nada despreciable de ellos sirve para generar productos no proteicos (multitud de ARNs distintos) con funciones reguladoras, algunas de ellas todavía desconocidas.

Dicen que el COVID-19 ha venido para quedarse, igual que los virus de la gripe o el virus del SIDA, que no existía hasta antes de los pasados 80. En lo que llevamos de siglo XX, hemos visto la gripe aviar, el H1N1 de la gripe porcina, el ébola, el zika, otros coronavirus más discretos… todos aparecidos con grandes brotes que luego se han terminado por controlar y volverse menos mediáticos. Y es que, en parte, la propia evolución de los virus les llama a relajarse. Un virus demasiado virulento, demasiado eficaz a la hora de consumir a sus víctimas, está abocado al fracaso, pues de nada le sirve a los parásitos obligados matar a sus hospedadores. La tendencia es que igual que las poblaciones humanas se cincelan y modifican por estas enfermedades, tales patógenos también tienden a rebajar su virulencia. Apenas nadie muere de gripe a día de hoy, cuando en su día fue la causa de miles de miles de pérdidas. Es probable que la pandemia pase y el virus cambie, y que nosotros cambiemos, y que vengan otras enfermedades nuevas que nos conmocionen y traumen como sociedad, en tanto a que las agresiones al medio están favoreciendo más caldos de cultivo donde proliferar estos patógenos y sus vectores. El ser humano cree que está solo en el mundo. No es cierto. Un buen día, un solo acto, el simple cambio de una base por otra dentro de un trozo de ADN perdido en mitad de la selva, puede afectarnos a todos.


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Autor Juan Encina Santiso

Profesor de ciencias, graduado en Biología por la Universidad de Coruña y Máster en Profesorado de Educación Secundaria por la Universidad Pablo de Olavide. Colabora en proyectos de divulgación científica desde 2013 como redactor, editor, animador de talleres para estudiantes y ponente. Actualmente, estudia Psicología por la UNED.


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