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Los bioindicadores de la calidad ambiental

Los bioindicadores de la calidad ambiental

Aunque ya hemos visto que el concepto de biomarcadores está circunscrito a la investigación biomédica y la práctica clínica, lo cierto es que no tendríamos una experiencia completa de hasta qué punto el conocimiento de la naturaleza nos aporta información a través de su composición si no valorásemos también los otros “bioindicadores”: aquellos que nos permiten “diagnosticar” con mayor puntería el estado de un ecosistema o medio natural. A fin de cuentas, tanto los humanos como los ambientes naturales son un sistema conformado por distintas partes interdependientes y conectadas por un delicado equilibrio dinámico entre sí, y diferentes estados de “salud” se corresponden con distintos “signos” que nos permiten discriminarlos unos de otros. De hecho, no es improcedente entender un ser humano como un ecosistema también; incluso, como un mosaico de ecosistemas, ya que no sólo nuestras poblaciones celulares crecen y se reproducen y mueren interactuando con un ambiente que es muy diferente de una zona del cuerpo a otra, sino que cientos de miles de microorganismos por centímetro cuadrado habitan en nuestros dientes, cavidades corporales, vello, axilas, intestinos, etc. Todo ello sujeto a fluctuaciones ambientales (en sentido amplio).

Dicho esto, cabe preguntarnos: ¿qué tipo de estados pueden interesarnos a nivel de los ecosistemas? Es decir, ¿qué buscamos en un ecosistema a la hora de hacer una diagnosis? Porque un ecosistema no puede sufrir cáncer o una enfermedad neurodegenerativa. Sin embargo, la respuesta más genérica que podría equipararse a tales situaciones es la contaminación. El nivel de contaminación – entendiendo ésta como la cantidad de sustancias tóxicas, materia orgánica susceptible de descomposición o la presencia de factores nocivos en el entorno sobre la biota – es algo a lo que el perfil biológico de un ecosistema es altamente sensible, debido a que se caracteriza, en todas sus formas, por una agresión para los seres vivos.

En las ciudades hay muchos instrumentos que miden la concentración de dióxido de carbono en partes por millón de aire, la concentración de óxidos de nitrógeno y de azufre (emanados de los motores de los automóviles), la cantidad de partículas en suspensión, etc. Y no es muy usual medir la calidad del aire con según su presencia, sino más bien por su defecto (aunque las esporas de hongos en las filtraciones de aire son un indicador bastante utilizado en las medidas de calidad de aire de espacios cerrados).

Los líquenes costrosos, adheridos a la roca casi formando parte de ella, son los más resistentes a la contaminación; los más ramificados, los fruticulosos, son los más sensibles a ella

Los líquenes costrosos, adheridos a la roca casi formando parte de ella, son los más resistentes a la contaminación; los más ramificados, los fruticulosos, son los más sensibles a ella

Los “bioindicadores” de la calidad del aire de un ambiente abierto son los líquenes, los organismos formados por la asociación entre una microalga y hongos que viven felizmente encaramados a las rocas y las cortezas, creciendo tal vez un par de milímetros por año. Dentro de los muchos tipos de líquenes que hay, algunos son extremadamente sensibles a la contaminación y, en especial, a los óxidos de azufre, de manera que según la composición liquénica de un ambiente podemos hacernos una idea de cuán contaminado está. Los líquenes fruticulosos, de aspecto casi arborescente, son los en verse afectados; los últimos, los líquenes costrosos. Obviamente ello no quiere decir que en el Sáhara tengan la misma contaminación que una capital de Estado, pero en nuestro país (y, en especial, las zonas más húmedas) son un “bioindicador” fiable.

Cabe indicar aquí que en clínica (a la que, insistimos, pertenece estrictamente hablando el término “biomarcador”), algunos equipos de investigación buscan verdaderos biomarcadores que revelen la exposición a contaminación del aire en los propios seres humanos. Entre ellos, se han usado los metabolitos de hidrocarburos aromáticos policíclicos (1-hidroxi-piroxenos) en la orina y aductos en proteínas y ADN, para evaluar el contacto de las personas con aire contaminado (ya que los hidrocarburos aromáticos policíclicos se desprenden de una mala combustión de la materia orgánica en, por ejemplo, los motores o el tabaco).

Las larvas de los tricópteros suelen fabricarse estuches con sedimentos del lecho del río

Las larvas de los tricópteros suelen fabricarse estuches con sedimentos del lecho del río

Paralelamente, un ejemplo distinto de indicadores ambientales lo encontramos en la comprobación de la calidad del agua, la cual pasa por un montón de mediciones. Es fundamental que tanto el agua que tomamos para beber, y que el agua de devolvemos a la naturaleza tras su uso, estén convenientemente acondicionadas atendiendo a aspectos físicos, químicos y biológicos, como la cantidad de materia orgánica suspendida en ella o la demanda de oxígeno y mineralización que presenta. La salud de los propios ríos se puede medir atendiendo a la fauna que se puede encontrar en su lecho y en suspensión dentro del cauce o a sus márgenes. Numerosos macroinvertebrados acuáticos sirven como bioindicadores de la calidad ambiental. Por ejemplo, los blefarocéridos y los simúlidos (orden Díptera) o los hidrobiósidos (orden Tricoptera) son muy “exquisitos” y sólo aparecen en aguas de alta salubridad. Otros son menos “exigentes” y se encuentran en aguas de una calidad buena, aceptable, como son los bétidos (orden Ephemenoptera) y los leptocéridos (orden Trichoptera). Sin embargo, si nos encontramos gammáridos (crustáceos del orden Amphipoda) o moluscos limneidos (orden Basommatophora), podemos empezar a sospechar que el ambiente del cauce es bastante mediocre, y definitivamente malo si sólo nos encontramos organismos como oligoquetos y larvas de mosquitos culícidos o quironómidos, muy resistentes a la polución. Peces, diatomeas o microorganismos (como las bacterias fecales, potencialmente patogénicos como Salmonella, o los vibrios del cólera) nos indican asimismo el estado de la masa de agua en la que desarrollan su ciclo vital.

Por su parte, la industria alimentaria también necesita monitorizar la calidad de los alimentos que recoge del medio y de los productos que elabora con ellos. No es la primera vez que escuchamos las noticias donde saltan las alarmas porque en productos se han encontrado bacterias fecales. Realmente, en este caso las bacterias fecales no son el problema (en tanto que por un lado todos las tenemos y es bastante más habitual de lo que nos gustaría saber), sino que indican que durante el proceso de manipulación de los alimentos ha habido una potencial contaminación con patógenos que podían acompañar a las bacterias fecales y son más difíciles de detectar. Es por eso que las bacterias fecales, como E. coli, son microorganismos “indicadores”.

Detectar un patógeno puede ser realmente difícil. De hecho a veces no es posible: en las latas y tarros de conservas, por ejemplo, muchos patógenos que crecen en ellas son anaerobios estrictos y mueren al mínimo contacto con el oxígeno. Sin embargo, sus toxinas permanecen, como ocurre en el caso del bacilo que produce la toxina botulínica (razón por la que debemos evitar las latas de conservas hinchadas, ya que el gas que infla la lata manifiesta que ha habido un proceso de metabolismo bacteriano sospechoso). Por este motivo, las bacterias fecales son un indicador biológico de que en la producción de un alimento puede haber ocurrido contaminación importante con un patógeno serio, ya que su sitio no es estar ahí.

Por otro lado, también están los microorganismos que ponen de manifiesto el deterioro microbiológico de un alimento. Por ejemplo, la presencia de coliformes en leche pasteurizada por encima de un valor determinado denota un tratamiento térmico insuficiente, una contaminación a posteriori o un almacenamiento del producto final a una temperatura demasiado elevada.

En definitiva, aunque el concepto de biomarcador pertenezca al ámbito de la clínica, ciertamente hemos de considerar que el concepto no es tan distinto del resto de manifestaciones biológicas que aportan una pista para comprender mejor un estado del ecosistema (o mosaico ambiental). Ello se lleva realizando ya muchas décadas tanto en el campo como en la industria para medir la calidad del aire, del agua y de nuestros alimentos. La comprensión de los sistemas biológicos adquiere así un papel meridiano no sólo en la interpretación de la realidad que nos rodea, sino que nos informa de cómo, dónde y cuándo debemos actuar (o dejar de hacerlo) para que tanto las personas como el resto del medio “salgamos ganando”.


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Autor Juan Encina Santiso

Profesor de ciencias, graduado en Biología por la Universidad de Coruña y Máster en Profesorado de Educación Secundaria por la Universidad Pablo de Olavide. Colabora en proyectos de divulgación científica desde 2013 como redactor, editor, animador de talleres para estudiantes y ponente. Actualmente, estudia Psicología por la UNED.


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