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Reflexiones sobre la contaminación, el modelo productivo y la crisis del COVID-19

Reflexiones sobre la contaminación, el modelo productivo y la crisis del COVID-19

Cuando se aborda la contaminación, ya sea desde un punto de vista académico o desde un punto de vista más coloquial, divulgativo o periodístico, lo más normal es dar por sentado el carácter inherentemente dañina de la contaminación. No necesita demasiadas presentaciones, ya que es un concepto que a las generaciones del tiempo presente nos acompaña desde el principio de nuestras vidas. Muchos vivimos la contaminación a diario, especialmente en las grandes metrópolis. En Madrid, en los días calurosos de verano, se forma una boina de calima anaranjada (smog) que se deriva de los gases emitidos por el tráfico rodado, destacando los óxidos de nitrógeno. En el metro, en el Madrid suburbano, la contaminación de la ciudad desciende a lo largo del día en sus canales pobremente ventilados (así como de la abrasión de las ruedas de los vagones en contacto con los raíles, de las tareas de limpieza y de los trabajos de mantenimiento), acumulándose hasta volverse cinco veces superior que en el exterior, tal y como indica el estudio realizado por los químicos Carlos Pérez Olozaga y Jose Antonio Meoqui. En ciudades aún más grandes, como Tokio, Ciudad de México o Bombay, la contaminación del aire es tan abrumadora que a veces no se puede vislumbrar el horizonte. Y como no podemos verlo, no solemos darle al aire la importancia que tiene, pero a largo plazo se ha demostrado el impacto que tiene la contaminación respirada en problemas pulmonares, nerviosos y hormonales.

Al inicio de la crisis del COVID-19, a raíz de las medidas de confinamiento forzado y a la reducción de la actividad económica, se ha visto cómo parar la actividad industrial y el tráfico rodado en el planeta ha reducido los niveles de contaminación de los “países desarrollados” en apenas unos días. El trabajo de Le Queré et al., publicado en Nature Climate Change, reveló una reducción del 17% de las emisiones de CO2 y añade que, precisamente, este descenso tan bajo para lo que podría esperarse, teniendo en cuenta que la vida cotidiana ha sido paralizada, es sólo temporal si no refleja cambios estructurales en la economía, el transporte y los sistemas de energía. Dicho de otro modo: la forma en que el mundo produce (y, en concreto, el mundo capitalizado) favorece la contaminación; las acciones civiles individuales son importantes, pero no son suficientes.

Contaminación en Barcelona: especialmente en los días soleados y calurosos con mucho tráfico rodado, se forma una calima de hollín y gases tóxicos (smog) que dificulta la visibilidad e incrementa el riesgo de padecer enfermedades (especialmente respiratorias).

Contaminación en Barcelona: especialmente en los días soleados y calurosos con mucho tráfico rodado, se forma una calima de hollín y gases tóxicos (smog) que dificulta la visibilidad e incrementa el riesgo de padecer enfermedades (especialmente respiratorias).

Contaminar es una consecuencia directa de explotar sin miramientos los recursos naturales, una idea propia del modelo capitalista actual, que necesita un crecimiento (y, por tanto, un ciclo de explotación y consumo) constante. No podemos parar la producción (nos moriríamos de hambre), pero, ¿los niveles de producción actuales son razonables en cuanto a las necesidades que tenemos? ¿Genera el modelo de producción más necesidades de las que realmente nos ocupan? ¿Para reducir la contaminación es necesario reducir la producción o es la forma que tenemos de producir la que liga ambas cosas? Quizás, el problema venga de pensar que los ciudadanos estamos al servicio de la economía, en lugar de que la economía debiera estar al servicio de los ciudadanos.

Es imposible no generar residuos ni desechos en un proceso productivo como los que imperan a día de hoy, ya que no todas las partes del recurso se aprovechan y los procesos de extracción, procesamiento, transporte y compraventa generan muchos subproductos que destinamos al abandono porque no les encontramos utilidad o no nos paramos a gestionarlos. El principal problema subyacente a esto es que quienes realizan la actividad contaminante no son necesariamente los mismos que la sufren, fenómeno que conocemos en ecología y economía como “externalidad”. Algunas externalidades pueden ser beneficiosas para algunos grupos, como se ha visto en los vertidos de algunos ríos de la India, que ha favorecido el crecimiento de algas y bacterias que sirven de alimento para las poblaciones de flamencos. Pero, a nivel global, la contaminación es claramente un ejemplo de externalidad negativa por los problemas de salud y pérdida de biodiversidad global que genera.

Para disminuir las externalidades es necesario hacer que los agentes y sectores contaminantes dejen de ver rentable sus malas prácticas y/o vean como mejor opción aquellas más respetuosas. Sin embargo, esto no es en absoluto fácil. Efectivamente, existen las sanciones a las fábricas que vierten residuos a niveles por encima de lo permitido y/o sin tratar, pero hay varios inconvenientes en todo esto: el primero es que el control que se realiza no es constante ni infalible. Un aviso de inspección puede ser suficiente para que ese día la fábrica ajuste su trabajo para emitir por debajo del umbral permitido. El segundo punto es que pagar una sanción puede llegar a ser más rentable en términos de ganancia económica que afrontar todo el gasto y la apuesta que suponen los métodos menos contaminantes. El reto, pues, no es sólo concienciar a la población para que no contamine o buscar castigos más severos para las fábricas, sino desarrollar procesos tecnológicos más limpios a la par que eficientes, gestionar el espacio urbano desde el punto de vista de la habitabilidad (como se ha hecho en muchas ciudades limitando el tráfico o generando más zonas verdes) y construir modelos productivos que generen menos residuos o que estos sean más aprovechables. Un ejemplo de esto es la cada vez más conocida economía circular, donde las piezas de unos aparatos son reciclables e intercambiables por otras en lugar de hacer necesario desechar el producto entero. Con ello, reducimos la contaminación que genera el consumo, el transporte y la extracción de materias primas, al ser menos necesarias.

Es importante destacar, pues, que contaminar no es generar basura ni desperdicios ni residuos tóxicos, sino expeler estos al ambiente, sin hacer nada para paliar el daño que puedan causar. Por ejemplo: los tubos de escape de los coches tienen, por ley, un instrumento catalizador que transforma los óxidos de nitrógeno y el monóxido de carbono (gases muy nocivos) en nitrógeno molecular, dióxido de carbono y agua (que forman parte de la composición normal de la atmósfera). Se trata de un buen ejemplo en el que la química trabaja para reducir el impacto de una actividad que, de forma intrínseca, genera residuos peligrosos. También hay medidas que reducen la producción de residuos sin vida útil: en Alemania, por ejemplo, es muy normal que las botellas vacías sean devueltas por el consumidor a la cadena de producción a cambio de la devolución de unos pocos céntimos que van incorporados en el precio de la botella llena. Algo tan aparentemente insignificante permite reconducir los vidrios y plásticos de forma ordenada al sistema sin convertirlos en basura nada más se acaba el contenido de la botella.

El plástico es uno de los principales residuos y agentes contaminantes en la actualidad. En muchos casos, los envases, botellas y demás productos de plástico se encuentran en buenas condiciones, con posibilidad de ser reciclados y reutilizados, pero la propia forma en que concebimos su consumo (o nos hacen concebirlo en base a la forma de producción) dificulta esto. Se ha demostrado, sin embargo, que existen medidas eficaces que pueden reconducir su uso. Todo depende de las políticas de producción que se elijan.

El plástico es uno de los principales residuos y agentes contaminantes en la actualidad. En muchos casos, los envases, botellas y demás productos de plástico se encuentran en buenas condiciones, con posibilidad de ser reciclados y reutilizados, pero la propia forma en que concebimos su consumo (o nos hacen concebirlo en base a la forma de producción) dificulta esto. Se ha demostrado, sin embargo, que existen medidas eficaces que pueden reconducir su uso. Todo depende de las políticas de producción que se elijan.

Por supuesto, hay muchas formas de contaminación natural: los volcanes, por ejemplo, expulsan gran cantidad de óxidos de azufre, gases de efecto invernadero y material particulado a la atmósfera. No en vano debemos recordar que, primitivamente, la atmósfera terrestre era tan irrespirable como la de otros planetas vecinos y sólo con la aparición de las bacterias fotosintéticas comenzó a tener oxígeno respirable, pues estas lo producían justo como producto desechable. Curiosamente, en el momento en que el oxígeno comenzó a producirse, él fue el principal contaminante del aire, pues las formas de vida existentes por entonces (todas microscópicas, hasta donde sabemos) no lo podían soportar y morían al mínimo contacto con él. Con todo, las múltiples maneras en que los humanos contaminamos son mucho más variadas: vertemos aguas residuales cargadas de excrementos, fertilizantes y pesticidas agrarios, productos tóxicos, medicamentos y drogas, metales pesados; llenamos de ruido y luz los núcleos urbanos; levantamos islas de múltiples tipos de plástico; construimos poblados químicos en zonas próximas a reservas de la biosfera y otros espacios protegidos (como se hizo en la marisma de Doñana), etc.

La crisis del COVID-19 ha demostrado que una medida tan sencilla como reducir el tráfico motorizado puede bajar los niveles de contaminación en las ciudades, pero si estamos dispuestos a aprender de la historia, debemos estar alerta. Ya ha coincidido una bajada de los niveles de emisiones y compuestos tóxicos con otras crisis precedentes, como la pasada recesión económica del 2008-2012. Y a tales crisis suele seguir un efecto rebote en el que se alcanza o incluso se superan los niveles anteriores en poco tiempo, ya que hay un intento inercial por parte de los sectores económicos de recuperar pérdidas a toda costa. Por supuesto, es necesaria la contribución ciudadana, pues a día de hoy se ha visto también una gran cantidad de plásticos, mascarillas y guantes desechados en ambientes donde no deberían estar, como el mar y las costas. Sin embargo, ¿es sólo la falta de concienciación ciudadana lo que provoca que haya mascarillas en el mar? ¿Habría alguna forma de motivar que ese material clínico no fuera desechado a su suerte? En definitiva, ¿vale más concienciar o incentivar? Ninguna empresa deja de contaminar por amor a la naturaleza y respeto al medio, sino por beneficios. Nadie renuncia a coger su coche si las comunicaciones urbanas son malas, si no hay medidas que limiten el tráfico o los transportes comunitarios no salen más rentables que el gasto de gasolina. Y da igual que haya personas o incluso países enteros que no emitan niveles de contaminación elevados, porque el modelo productivo de los países más capitalizados contamina lo suficiente como para que el impacto se distribuya a sus vecinos. Dependerá de la investigación seguir desarrollando técnicas más limpias, pero es responsabilidad política de los gobiernos decidir por qué tipo de modelos productivos apostar y en cuánto nos enriquece invertir en investigación, desarrollo e innovación. Y es responsabilidad política de los ciudadanos saber qué exigir a sus gobiernos y qué medidas restrictivas debemos aceptar por el bienestar común y la salud ambiental. Mientras estemos en un sistema de producción donde la contaminación es una consecuencia aceptable y las vidas humanas valen menos que la cifra del PIB, no podemos esperar beneficios ni bondades a ningún plazo.


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Autor Juan Encina Santiso

Profesor de ciencias, graduado en Biología por la Universidad de Coruña y Máster en Profesorado de Educación Secundaria por la Universidad Pablo de Olavide. Colabora en proyectos de divulgación científica desde 2013 como redactor, editor, animador de talleres para estudiantes y ponente. Actualmente, estudia Psicología por la UNED.


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